EL LADO MÁS AMABLE DE LA SOLEDAD
"Y algunas veces suelo recostar
mi cabeza en el hombro de la luna
y le hablo de esa amante inoportuna
que se llama soledad".
"Que se llama soledad"
(Hotel, dulce hotel, 1987. Joaquín Sabina)
Hoy me gustaría abordar la cuestión de la tan traída y llevada soledad. Porque muy pocas veces encontraremos algo que nos aterrorice tanto, aún a pesar del culto al individualismo extremo y feroz que está tan de moda en nuestros días.
Y es que, a priori, parece que no estemos hechos para vivir solos, ni aislados de nuestro entorno. Son muchos los ríos de tinta vertidos acerca de los efectos perniciosos de la vida solitaria. Y muy pocos, en comparación, los que se han escrito acerca de los múltiples beneficios que ésta tiene, cuando se enfoca de la manera adecuada o como una elección personal.
Cuando la soledad es forzosa, ésta también puede representar una excelente oportunidad para hacer germinar muchas de nuestras capacidades. Para tomar consciencia de muchos aspectos latentes en nosotros mismos que no hubieran aflorado de otra forma. Ni que decir tiene, a todos aquellos que les espante la idea de ser abandonados, que piensen en la posibilidad de vivir esa misma soledad en compañía. Esa sí que puede llegar a ser una película ganadora de cualquier muestra internacional de cine de terror.
Decía el escritor catalán Terenci Moix en su libro El peso de la paja que, cuando una relación de pareja termina, lo que duele de verdad no es tanto la ausencia del ser amado, en sí misma, como la pérdida del modo de vida construido durante todo ese tiempo. Es decir, el conjunto de hábitos y las costumbres, los lugares, los sitios y la forma de pergeñar una realidad más llevadera, sostenida a dúo. En suma, el lado positivo de la vida elegida más predecible y sosegado, alejado de la incertidumbre vital.
De ahí la amarga paradoja que surge cuando, tras una ruptura inesperada, sentimos una pereza extrema para iniciar algo nuevo, a la vez que anhelamos encontrar pronto una nueva alma gemela: echamos en falta la estabilidad, el recuerdo sesgado de los momentos más dulces, la tranquilidad de la rutina escogida o la certeza de sabernos acompañados en lo bueno y en lo malo (a modo de red de equilibrista, básicamente).
Vienen a mi cabeza, en el momento de escribir estas líneas, los versos de la inolvidable canción de El Último de la Fila:
¿Dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité?
Nadie es mejor que nadie, pero tú creíste vencer.
Si lloré ante tu puerta, de nada sirvió...
Barras de bar, vertederos de amor: os enseñé mi trocito peor.
Retales de mi vida, fotos a contraluz.
Me siento, hoy, como un halcón herido por las flechas de la incertidumbre...
Insurrección
(Enemigos de lo ajeno, 1986)
Como es lógico, todo lo expuesto anteriormente es aplicable a las relaciones de pareja sanas, con las que hemos crecido y que se basan en el amor sincero. No a aquellas que nos minimizan, nos ningunean, nos restan o ante las que nos vinculamos de manera tóxica. Especialmente, en este último caso, podríamos estar hablando de dependencia emocional, aversión a la soledad, creencias irracionales, materialismo mal entendido, miedo a lo desconocido o a la proyección de una determinada imagen social, por enunciar sólo algunos ejemplos.
En cualquier caso, la biología y la psicología humanas, de claro carácter conservador innato, nos llevan a vivir a veces con la angustia de ser ignorados o de resultar indiferentes para nuestro entorno. La mayor parte de las veces equiparamos soledad con carencia, con sentirnos como una especie de juguete roto y descartado por la sociedad. Con parecernos a un vacío agujero o a una casa a medio hacer. Y lo cierto es que todo esto, mirado desde una perspectiva más desapasionada, es algo que no hace demasiado honor a la verdad.
La soledad, sea escogida o no, nos ofrece una magnífica oportunidad para conocernos mejor y descubrir todas aquellas motivaciones que nos inducen a actuar desde la raíz. La vida social está, la mayor parte del tiempo, tan llena de ruido, obligaciones y convencionalismos que no nos permite conectar del todo con nuestras necesidades más profundas. Con nuestra esencia más íntima y honesta.
Al igual que resulta imprescindible saber escuchar a los demás, también es inaplazable hacerlo con nosotros mismos. Con afecto, comprensión y libres de prejuicios. Si cuando un tercero nos cuenta algo que considera importante para sí mismo, ponemos los cinco sentidos..., ¿por qué no hacerlo con nuestra vida más íntima? ¿Qué es lo que verdaderamente tememos que nos cuente esa voz interior para que, muchas veces, optemos por una huida hacia adelante y hagamos oídos sordos? Cuando nos ponemos estas gafas de corto alcance, transcurren ante nuestros ojos un sinnúmero de posibilidades que se pierden silenciosamente en la playa de los días.
Tras un período de soledad forzosa, muchas personas han desbloqueado y recuperado aspectos de sí mismas que siempre habían intuido que existían. La soledad creativa es un terreno fértil y edificante para nuestra verdadera esencia. Nos aporta autoestima, nos ayuda a fluir y a sacar partido a muchas de nuestras potencialidades. Grandes obras literarias, pinturas, ideas y proyectos se han materializado en la calma chicha de la soledad.
Igualmente, los distintos períodos de soledad pueden convertirse en perfectos aliados para vencer estereotipos y enfrentarnos a nuestros fantasmas. Si nos encontramos fuertes y estables, éstos encarnan una ocasión única para cartografiar lo que el psicoanalista Carl Gustav Jung denominaba nuestra sombra: nuestro yo más desconocido y reprimido, la instancia donde residen nuestros miedos, inseguridades y peculiaridades menos aceptadas respecto de nosotros mismos. Nuestro lado más sombrío que, por otro lado, merece la pena conocer para poder seguir avanzando, con paso firme, en nuestro propio crecimiento personal.
Conocimiento que inspira una gran parte de la creencia popular que afirma que para poder estar bien con alguien más, debemos aprender primero a convivir con nosotros mismos. Conclusión muy acertada, y dirigida al corazón del asunto, por cierto.
Por otro lado, resulta fundamental comprender que la soledad no es sinónimo de aislamiento. Al menos no en un sentido absoluto, ni romántico. Porque todo es mucho más sencillo, al final. En una aldea global tan interconectada, como en la que vivimos, tenemos infinidad de oportunidades para conectar con otras personas, en cualquier momento, situación y lugar. A este respecto, puede sucedernos una curiosa paradoja: cuando nos sentimos más solos y decepcionados, muchas veces, solemos recibir menos de quien más esperamos. Y mucho más de algunas personas con las que no contábamos inicialmente en nuestro radar, ni en nuestro entorno más cercano. La capacidad que tiene la vida para sorprendernos no dejará de fascinarnos nunca...
Por ello, muchos momentos de retiro y reflexión pueden convertirse en un interesante acicate para ampliar nuestra vida social, en busca de nuevos horizontes, perfiles y escenarios. Muchos de ellos conformarán roles inéditos, perspectivas y dinámicas que más tarde incorporaremos a nuestra mochila vital. Y que, sin duda, expandirán nuestras fronteras forjando un nuevo yo más compacto, fortalecido y polivalente. Y, curiosamente, también más generoso...
Aun así, resulta crucial tener muy presente que la soledad y los sentimientos más negativos que se derivan de ésta, tienen siempre una fecha de caducidad: éstos no van a durar permanentemente pues las situaciones cambian, nosotros mismos cambiamos. En nuestras palmas, albergamos un sinfín de herramientas y habilidades que nos permiten acelerar o retrasar el "tempo" de nuestras experiencias. Detenernos en lo verdaderamente útil y adelantar aquello que nos resulta accesorio o más perturbador. Pausar la belleza y sus momentos cumbre. Además de que resulta sumamente reconfortante la idea de que, en algún lugar del mundo, siempre existirá alguien a quien le importe desinteresadamente nuestro bienestar y nuestra felicidad. ¿Quieres que apostemos a que eres muy capaz de encontrarla?
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